martes, 14 de enero de 2020

Grado Décimo




Grado Octavo 2020



Literatura Colombiana

A LEER...

BLACAMÁN EL BUENO VENDEDOR DE MILAGROS

Gabriel García Márquez



Desde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de terciopelo pespunteados con filamentos de oro, sus sortijas con pedrerías de colores en todos los dedos y su trenza de cascabeles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las yerbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los pueblos del Caribe, sólo que entonces  no estaba tratando de vender nada de aquella cochambre de indios, sino pidiendo que le llevaran una culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el único indeleble, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su determinación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de esas que empiezan por envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se desbarrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del Norte que estaba en el muelle desde hacía veinte años en visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reventó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de Marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retratos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, unas porque no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo  lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sencillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como negocio, sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.

Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almirante del acorazado se llevó un frasquito, convencido por él de que también era bueno para los plomos envenenados de los anarquistas, y los tripulantes no se conformaron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le torcieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mirada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayudara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquella fue como la mirada del destino, no sólo del mío, sino también del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando él debió verme por dentro alguna luz que no me había visto antes porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía nada más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisiera conocer en el mundo, y esa fue la única vez en que le contesté sin burlas la verdad, que quería ser adivino, y entonces no se volvió a reír, sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más fácil de aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.

Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando se le volteaba la suerte se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante muchos años seguían gobernando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que volvió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tenderete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que volvían transparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden, sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fundaba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés, y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera, mientras él destripaba la gramática buscando el mejor modo de convencer al mundo de su nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a esta criatura atormentada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y después de descalabrarme de un trancazo para componerse la buena suerte resolvió llevarme donde mi padre para que le devolviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la noche quejándome de las palizas que él me daba para conjurar la desgracia, tuvo que quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcionó tan bien que no sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias según la posición y la intensidad del dolor. En esas estábamos, convencidos de nuestra victoria sobre la mala suerte, cuando nos alcanzó la noticia de que el comandante del acorazado había querido repetir en Filadelfia la prueba del contraveneno, y se convirtió en mermelada de almirante en presencia de sus estado mayor.

No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encontrábamos más claras nos llegaban las voces de que los infantes de Marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y después arrasaron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les había salido aquella rabia ni por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión colonial, engañados con la esperanza de que pasaran los contrabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras ahumadas con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reírnos cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de agua de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspirando a través de las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nunca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía, pensando con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su pensamiento, y antes del amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas a enderezar.

Ahí fue donde se echó a perder el poco cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso en salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gritaba que aquella mortificación no era bastante para apaciguar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de comer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de moler, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y fortuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba encima las sobras de sus almuerzos y tiraba por los rincones pedazos de lagartos y gavilanes podridos para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y solamente me quedó el rencor, de modo que agarré el cuerpo del conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión de que era él y no el animal el que se iba a reventar, y entonces fue cuando sucedió, como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido espantoso, sino que regresó a mis manos caminando por el aire.

Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidentes o peloteras, por veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro género de calamidades públicas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quién se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la izquierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y queden curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguardiente hasta matar la idea, y vengan los maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que no hago es resucitar a los muertos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y al fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un séquito de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo único que quiero es estar vivo para seguir a pura flor de burro con este carricoche convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la opera de los piratas en Nueva Orleáns, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, mis medallas de perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.

Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabeles para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que entonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno, sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de Marina lo fusilaran en espectáculo público para  demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra el derecho para no creerme después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi madre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo, sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes, sino aguantando las ganas de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de Marina no se atrevieron a disparar por temor de que las muchedumbres dominicales les conocieran el desprestigio. Alguien que quizá no olvidaba las blacabunderías de otra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descanso, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera, sino que se bajó de la mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguantando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al revés por el tétano de la eternidad. Fue esa la  única vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo entero, le hice cantar una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una colina expuesta a los mejores tiempos del mar, con una capilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por su virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes de que a Santa María del Darién se la tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón me duele de lástima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl desbaratado y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resucitar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre. 1968

AL FIN
                                                               NATALIA AGUIRRE ZIMERMAN
UN CUENTO ESCALOFRIANTE.

La autora tiene 16 años.  Estudia en un colegio de tradición en Medellín.  Participó en un concurso con este cuento que llama la atención como síntoma aterrador de la crisis social, y por sus perturbadoras implicaciones de todo tipo.


Él no quiso que yo me destacara por ser bueno o inteligente. Él no quiso que saliera adelante por métodos tradicionales. Al contrario, Él hizo hasta lo imposible para que yo no llegara a ser un hombre de bien. Desde el momento de mi concepción fui una criatura maldita. Un manojo de células que mi madre quería sacar de su cuerpo. De mil maneras trató de deshacerse de mi, pero no pudo. Me aferré a la vida con todo lo que tenía y la hice sufrir porque ella me detestaba. Él quiso que nadie supiera quien era mi padre y se encargó de que esa mujer que tanto odié me mantuviera con vida durante los primeros años. Juntos me enseñaron lo que era el dolor, el hambre y el sufrimiento.  No me dijeron que yo era un niño.

Ella fue quien me enseñó a mentir. Me obligó a agradecerle a una imagen de porcelana las cosas que yo tanto odiaba y a repetir unas palabras que nunca quise comprender. Como parte de su infernal juego. Él me dio uso de la razón al mismo tiempo que me dio la vida. Me obligó a entender que yo era inferior, que nunca me dejaría salir adelante y aun así,  mi madre me exigió que yo lo amara.

Ella me mantuvo vivo más por lástima y por miedo que por amor. No me pegaba ni abusaba físicamente de mí, pero me ignoraba. No me enseñó sino lo básico para seguir viviendo. Aprendí de los perros de la calle cómo comportarme y desarrollé un instinto de supervivencia similar al de un animal. Aprendí de los gatos y las serpientes el arte de matar y me maravillé al descubrir que a Él se le había olvidado negarme ese placer tan grande.

Pasó el tiempo y me uní a una jauría de muchachos mayores, que al igual que yo, buscaban escapar del sufrimiento existencial. Lo que ellos no sabían era que yo dominaba a la perfección el arte de matar. Ellos apenas empezaban a darse cuenta de los beneficios tanto económicos como emocionales que la destrucci6n de un ser vivo traía. El sicariato era el nivel más alto de ese arte. Mi placer absoluto provenía de la satisfacción de destruir algo que Él habla creado, de rebelarme contra Él. Esa sensación deliciosa era a su vez la manera más fácil de desahogarme. El acto criminal era igual para ellos que para mí, pero el motivo y las consecuencias eran diferentes.

El salario de mi profesión era mejor que el de cualquier médico o abogado; no era la cantidad de dinero lo que me atraía sino el poder que poseerlo me daba. Por un momento me sentí como El.  Tenla en mis manos la vida de los demás y se las podía quitar cuando lo deseara.

Mi poder aumentó y el clímax de mi vida llegó el día en que terminé con la vida del más importante político de la época. Ese día Él se dio cuenta de que el ángel caído no era su única creación equívoca. Yo quería que Él me odiara, aunque yo sabía que Él creía ser incapaz de sentir odio. Lo logré.  Al poco tiempo me perdí en el efímero mundo de la droga a la cual, indirectamente, le debo mi muerte. Como era de esperarse, alguien que no compartía la misma filosofía que yo, decidió acabar conmigo. Afortunadamente lo logró, y la suerte fue el momento más feliz de mi existencia. Una ráfaga de balas terminó con mi vida, pero fue un momento feliz porque me di cuenta que Él no existía, que yo iba a quedarme solo por toda la eternidad allá en ese lugar donde ni el recuerdo de Él me atormentaba. Hoy estoy aquí, pero Él no.



CÓMO NARRABA LA HISTORIA SAGRADA EL MAESTRO FELICIANO RÍOS
RAFAEL ARANGO VILLEGAS
En: OBRAS COMPLETAS, Instituto caldense de cultura, Manizales, 2001, pp. 263-268

Conocí al maestro Feliciano Ríos hace muchísimos años. Quizá fue por allá en mi "edad de piedra", es decir, cuando yo arrojaba piedras a los transeúntes en estas calles natales. Él era zapatero y tenía su establecimiento en la vecindad de mi casa. Cuando yo me "mamaba" de la escuela ("o hacía novillos" como dicen ahora), me iba a la zapatería del maestro Feliciano y allí pasaba las horas hasta que calculaba que era tiempo de regresar a la casa. Un día estábamos en la zapatería el maestro y yo. Él echaba suelas a unos zapatos viejos y yo le ponía las "presillas" a una "horqueta" de “nigüito". Andábamos por lo mejor del trabajo cuando pasó una "ñapanga" muy empingorotada, contoneándose mucho, y dejando tras de sí una estela de perfume que embalsamaba la calle. Yo apenas levanté los ojos al sentir el taconeo, como que aquello no me interesaba ni mucho ni poco estando, como estaba, empeñado en la confección de la "cauchera". No así el maestro Feliciano: como movido por un resorte se levantó del asiento, tiró a un lado la obra que tenía entre las manos y se lanzó a la puerta. Siguió a la jamona con la vista hasta que se le perdió a lo lejos. Cuando regresó a su asiento me dijo:

-Quien las ve tan empingorotadas, y están en este mundo porque a nosotros nos dio la gana.

Yo volví hacia el maestro mis ojos interrogantes, y él, entonces, me dio una lección de Historia Sagrada que voy a transcribir textualmente, sin quitarle una sola palabra: ya ve (empezó el maestro Feliciano), cómo son de orgullosas las mujeres, y sepa que están aquí en el mundo porque a nosotros nos dio la gana. Porque nos dio lástima de ellas y le dijimos a mi Dios que las hiciera. Él no había pensado ni por un momento en ellas. Este mundo estaba organizado para funcionar con hombres. Nada más que con hombres. Pero Adán, de puro majadero, se puso a pedírselas a mi Dios. Le dijo que le diera una compañera, y vea la "nadita" que nos acomodaron encima, después de lo sabroso que estábamos así solos.

Las cosas -continuó el maestro- pasaron de estar manera, cuando mi Dios empezó a "montar" el mundo, es decir, a "abrirlo”, creó a Adán y lo puso de mayordomo, estableciéndolo en el Paraíso, que era el único "abierto" que en ese entonces había. Adán lo hacía todo, pues el Señor no bajaba sino una vez a la semana a darle vuelta a la finca. Se venía los domingos por la mañana, a caballo, acompañado de un ángel para que le abriera las puertas y le tuviera el estribo. El ángel andaba también a caballo, y llevaba un capacho de sal y una botella de veterina en la cabeza de la silla. Veían los potreros, recorrían los sembrados y daban vuelta a los animales. Cuando encontraban alguna res con gusanos, el ángel se desmontaba, la enlazaba, se arrancaba una pluma de la “cola", la metía entre la botella y le aplicaba la veterina. Luego seguían en sus quehaceres. Al medio día, cuando hacía mucho calor, el Señor se bañaba en el Éufrates, que corría por allí cerquita; en seguida echaban un "perrito" a la sombra, y por la tarde se volvían al Cielo. Pero una tarde, cuando ya se iban a despedir, Adán, que estaba recostado en el cañón de un manzano, le dijo al Señor: Yo qué le iba a decir a usté una cosita, patrón...Y el Señor, pensando que Adán iba por cierto lado, le dijo arrebatándole la palabra:

-¿Que le mejore el "partido"? ¡Imposible! Ahora está la situación muy mala y, además, usted sabe que yo estoy gastando un platal en el montaje de esto, y que hasta ahora no he visto el primer centavo. Espere un poco a ver si mejoran las cosas.

-No, si no es eso. Es otra cosa; pero es que a mí me da mucha pena decirle a usté... –Y se puso a hacer rayas con la uña del dedo gordo le la mano en el cañón del manzano.

-Pues diga a ver si se puede...
-Era que yo le iba a decir que... que... a mí me da mucha pena, pero que...

-Diga, hombre; no sea tan montañero, que yo no le voy a hacer nada.

-Pues era que yo le iba a decir que.. que me diera a mi también una compañerita. Ya ve que el tigre tiene su tigra, el hipopótamo su hipopótamo, el rinoceronte su rinoceronte, el mammut su mammuta, el ardito su ardita, y hasta el pisco tiene su "pisca". El único que está aquí varado soy yo...

El Señor le replicó con mucha calma:

-Vea, hombre Adán; le voy a decir una cosa: yo sí se la doy, si usted quiere; pero le advierto que le va a pesar. Usted está muy muchacho todavía y no conoce la vida. La encartada que se va a meter es horrible. Yo sé por qué se lo digo.  Es mucho mejor que desista de eso.

Adán bajó la cabeza y siguió haciendo rayas en el cañón del árbol. Entonces terció el ángel:

-Hombre, Adán-, yo no me debiera meter en estas cosas, pero sí le digo que el señor tiene mucha razón en lo que le está diciendo. Piense mejor la cosa. No crea que a Él le da trabajo hacerle una compañera; se la hace de cualquier cosa. De lo primero que encuentre a la mano: de un palo de escoba, o de una "tusa". Pero sepa que usté se va a meter en la grande.

El Señor volvió a tomar la palabra:

-Bueno, y vamos a ver: ¿para qué quiere usted la compañera?

-Pues yo la quiero como para que me cuide la casa, me haga la comidita y me remiende las "hojitas de parra", que están vueltas hilachas.

-Está bien: tráigame de qué hacérsela.

Y como Adán no encontraba nada apropiado en el momento, por estar muy azorado, el Señor le dijo que se acercara, le sacó una lata de costilla, la tomó en las manos, le hizo cierto manipuleo, sopló sobre ella y saltó una mujer hermosísima, tirándole besos a todo el mundo; inclusive al Señor, y haciendo mil monerías. Adán, que no "conocía el almendrón", le dio mil gracias al Señor por el beneficio tan grande que le había hecho. El Señor le contestó muy serio “que no había de qué", y en seguida se fue con el ángel otra vez al cielo.

Pues no habían pasado todavía quince días (continuó el maestro Feliciano), cuando ya la tal compañerita tenía metido a nuestro padre Adán en la hondura más grande del mundo entero: había detrás de la cocina de la casa un manzano muy bonito, que se mantenía lleno de manzanas. El Señor lo quería muchísimo, porque dizque era de una semilla extranjera.

Ese sábado, antes de irse, les había dicho a Adán y a Eva: "Ya saben que a ese manzano que hay detrás de la cocina no le cogen una sola fruta, porque esta es la primera cosecha, y es un árbol muy delicado; fue mucho el trabajo que me dio hacerlo prender. Si le llegan a coger una sola fruta los echo en el acto de aquí". Ambos le contestaron que no tuviera cuidado.

Al otro día ya estaba Eva coqueteándole a las manzanas, y arrancándole pedacitos con las uñas a las que estaban más bajitas. Además, una culebra que tenía nido en el árbol le decía constantemente: "No sea tan boba; si le provocan las manzanas coja las que quiera y cómaselas". Y Eva le replicaba:

-Sí? ¿Y si va y el Señor lo sabe? ¿Y si va y las tiene contadas?
-No crea. Él no las tiene contadas. Yo he visto que apenas se acerca al árbol y les da un vistazo. Bien pueda; coja todas las que quiera que yo respondo. Esa es la fruta más deliciosa. Y no sólo eso, sino que el que las come queda sabiendo tanto como su patrón.  Pues por eso es que Él no las deja comer: para que ustedes no le vayan a aprender las "paradas".

Eva no se dejó seducir en el primer momento, pero quedó con una provocación espantosa.  Por la tarde, cuando Adán llegó del "corte" y colgó el azadón en los palos de la cocina, y se quitó los zamarros de cuero de tatabra, lo llamó Eva por allá a un rincón y le dijo:

-Si viera, mijo, lo que me dijo una culebra que hay allá en el manzano...

-¿A ver: qué le dijo?

-Pues me dijo que no fuéramos tan bobos; que comiéramos de esas manzanas; que esa fruta no solamente es muy deliciosa, sino que el que la come se vuelve sabio; que por eso es que el patrón sabe tanto y tiene tanto verbo, y habla tan bien. ¿Quiere que yo coja una chiquita y coma un pedacito chirriquitico a ver qué me pasa? A Adán no le sonó la cosa, y le contestó con mucho mimo:

-No mija; deje esa "culequera". No se meta con esas frutas, que le puede pasar un "cacho".  Fíjese que después va a saber el patrón que usté le está tocando esas frutas, y nos echa un poco de "vainas", y hasta nos rumba de aquí. Si es que tiene muchas ganas de comer frutas, yo le traigo mañana ochuvas de la huerta, que hay muchas y muy bonitas. 0 si quiere      cómase una cañafístula, o un aguacate, o una guanábana. Pero no vaya a tocar ese palo, que después no es sino para vainas. Póngase a hacer sus oficios y no le haga caso a esa culebra cuando le vuelva a hablar.

Pero a ella no le valían razones. Tenía la cabeza más dura que un pilar de chonta. Empezó, a refunfuñar:

-¡Sí, que no lo contemplan a uno y no le dan gusto en nada!... (Y se le encaró a Adán:)

-Pues si usté no quiere que nos comamos una entre los dos, yo me la como sola. Yo no me voy a aguantar estas ganas...

Adán trataba de convencerla:

-No mija; no sea golosa; no haga eso.  Fíjese que si después pasa algo yo soy el que pago al pato. ¡Nos quitan la finca, nos sacan de aquí en seguida, y el embromado soy yo. Deje eso, "reinita". ¡Si usté no ha sido caprichosa nunca!

Yo le prometo que mañana me encaramo a estos otros árboles y le cojo hartas frutas para que coma hasta que se las toque con el dedo, sea juiciosa, “negrita".
Pero harto que le -valían los consejos. Le entraban por un oído y le salían por el otro "juró a taco" que se comía la fruta. Y refunfuñaba, y daba zapatazos en el suelo, hasta que se puso como una hidra.  Entonces Adán se calentó y le dijo:

-¡Pues no se come esa fruta! ¡Ya se lo dije! ¡Y si se la come, le meto una pela, porque yo soy el que manda aquí!

Esto que el pobre le dice, y ella que se vuelve una fiera.  Se lo quería comer:

-¡Pues sí me la como! ¡Y sí me la como! ¡Porque usté no me manda a mí!

Y se emperró a llorar. Adán, creyendo que le iba a dar un ataque, según lo desfigurada que estaba, fue y cogió la fruta y se la comió con ella. Estaban acabando de tragar el último bocado cuando se les apareció un ángel calientísimo, con un fierro al rojo en la mano, y les echó un mundo de vainas y los rumbó de allí...

Después (terminó el maestro Feliciano), ya me ve usté aquí aventándose martillo a esta suela para ganarme el bocado de comida, y ya las ve a ellas tongoniándose por esas calles, como si fueran mi Dios...



DON JUAN TAMA, HIJO DEL TRUENO Y LA ESTRELLA: MITO PÁEZ

La Estrella, a la media noche, en medio de una pavorosa tempestad dio a luz un niño. El Trueno llenaba la oscuridad nocturna con su luz y su fragor. La Estrella se miraba en la laguna del Páramo de Moras. Allí, en esas aguas puras nace el niño Lucero.

El río llevó al niño flotando sobre la corriente basta que unos chamanes lo sacaron de las aguas y se lo dieron a unas doncellas para que lo alimentaran y cuidasen. Ellas lo amamantaron y le dieron amor.  El niño las hacía felices, pero era tan fuerte que les quitó todo el calor y al poco tiempo ellas murieron.

Con la ayuda de los chamanes el niño creció sabio y valiente, como con un corazón de tigre, y se hizo padre y guía de su pueblo.

Él se llamó don Juan Tama, el hijo de la Estrella, y fundó muchos pueblos. Fundó Vitoncó, Chamboguala, Pueblo Nuevo, Quichaya, Caldono, Jambalo y Pitayó, y fue de todos el gran cacique y el gran legislador.

Al sentir el fin de sus días don Juan Tama confió a la familia Calambas el gobierno de los Páez. Luego, acompañado por mucha de su gente, regresó al lugar de su nacimiento, a la laguna que hoy se llama de Juan Tama, y se sumergió en las aguas diciendo:

-Ahora viviré en la laguna. Yo no muero jamás.

Y así se unió de nuevo a la Estrella.




A. M. Marshall
Trabalenguas
Ejercicios para la pronunciación.
RR
R con R cigarro,
R con R barril,
rápido corren los carros
cargados de azúcar al ferrocarril.


TR
En tres tristes trastos de trigo,
tres tristes tigres comían trigo;
comían trigo, tres tristes tigres,
en tres tristes trastos de trigo.


CA, QUE, QUI, CO, CU.
El que poco coco come, poco coco compra;
el que poca capa se tapa, poca capa se compra.
Como yo poco coco como, poco coco compro,
y como poca capa me tapo, poca capa me compro.

El gavilán le dijo a la garza ¿cómo está garza?
y al gavilán ¿cómo estás? le dijo la garza.

Pablito clavó un clavito,
un clavito clavó Pablito.
¿Qué clase de clavito clavó Pablito?

Pedro Pérez pide permiso para partir para París,
para ponerse peluca postiza porque parece puerco pelado

El cielo de Constantinopla
se quiere desconstantinopolizar
el destantinopolizador que lo descontantinopolizare
buen descontantinopolizador será.

El cielo de Parangaricutirimicuaro
se quiere desparangaricutirimicuarizar
el desparangaricutirimicuador que lo desparangaricutirimicuarizare
buen desparangaricutirimicuador será

El cielo de Tenochtitlán
se quiere destenochtitlanizar
el tenochtitlanizador que lo destenochtitlanrizare
buen destenochtitlanizador será.
El suelo está enladrillado,
quién lo desenladrillará
el desenladrillador que lo desenladrillare
un buen desenladrillador será

Un carro cargado de rocas
iba por la carretera haciendo
carric, carrac, carric, carrac.

María Chucena su choza techaba,
cuando un leñador que por allí pasaba le dijo:
- ¡ María Chuchena, ¿tú techas tu choza, o techas la ajena?

Me han dicho que tú has dicho un dicho que yo he dicho.
Ese dicho está mal dicho, pues si yo lo hubiera dicho,
estaría mejor dicho que el dicho que a mí me han dicho
que tú has dicho que yo he dicho.

Pancha plancha con cuatro planchas
¿Con cuántas planchas plancha Pancha?

Perejil comí
Perejil cené.
¿Cuándo me desperejilaré?

Pepe Cuinto contó de cuentos un ciento,
y un chico dijo contento:
- ¡Cuántos cuentos cuenta Cuinto!

Bájame la jaula, Jaime. Bájamela.






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