TERTULIANDO
viernes, 20 de marzo de 2020
martes, 14 de enero de 2020
Grado Octavo 2020
Literatura Colombiana
A LEER...
A LEER...
BLACAMÁN EL BUENO VENDEDOR DE MILAGROS
Gabriel García
Márquez
Desde el primer
domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de
terciopelo pespunteados con filamentos de oro, sus sortijas con pedrerías de
colores en todos los dedos y su trenza de cascabeles, trepado sobre una mesa en
el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las
yerbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los
pueblos del Caribe, sólo que entonces no estaba tratando de vender
nada de aquella cochambre de indios, sino pidiendo que le llevaran una culebra
de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el
único indeleble, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes,
tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que
parecía muy impresionado por su determinación consiguió nadie supo dónde y le
llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de esas que empiezan por
envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos
que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del
frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para
la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario
de pacotilla se desbarrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el
suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero
sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que
un acorazado del Norte que estaba en el muelle desde hacía veinte años en
visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo
el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos
se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la
función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y
estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma de hiel por la
boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los
cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reventó los
cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le
amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en
salmuera y le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que
todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo
antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo
con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en
su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los
infantes de Marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle
retratos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se
habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al
moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, unas porque
no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de
adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era
capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que
por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por
muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y
todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie,
se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel
contraveneno era sencillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo
habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos
porque él no lo había inventado como negocio, sino por el bien de la humanidad,
y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me
amontonen que para todos hay.
Por supuesto que se amontonaron, y que
hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almirante del
acorazado se llevó un frasquito, convencido por él de que también era bueno
para los plomos envenenados de los anarquistas, y los tripulantes no se
conformaron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no
pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los
calambres le torcieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el
puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mirada a alguno que tuviera
cara de bobo para que lo ayudara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó
en mí. Aquella fue como la mirada del destino, no sólo del mío, sino también
del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como
si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica
de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro
de un erudito, cuando él debió verme por dentro alguna luz que no me había
visto antes porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté
que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había
muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno
y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía nada
más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de
risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisiera conocer en el mundo, y esa
fue la única vez en que le contesté sin burlas la verdad, que quería ser adivino,
y entonces no se volvió a reír, sino que me dijo como pensando de viva voz que
para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más fácil de aprender, que era mi
cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos
cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.
Así era
Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un
astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes
invisibles, pero cuando se le volteaba la suerte se volvía bruto del corazón.
En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les
componía una cara de tanta autoridad que durante muchos años seguían gobernando
mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras
él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le
descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que volvió loco a un
capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de
sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en
curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban
de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro
tenderete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender
los supositorios de evasión que volvían transparentes a los contrabandistas,
las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir
el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran
comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden,
sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación.
Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad
es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se
fundaba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado
de japonés, y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo
que pudiera, mientras él destripaba la gramática buscando el mejor modo de
convencer al mundo de su nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a
esta criatura atormentada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha
quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle
cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que
estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión
te trastorna la glándula de los presagios, y después de descalabrarme de un
trancazo para componerse la buena suerte resolvió llevarme donde mi padre para
que le devolviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar
aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a
fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la
parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la noche quejándome
de las palizas que él me daba para conjurar la desgracia, tuvo que quedarse
conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se
le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcionó tan bien que no sólo
cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias
según la posición y la intensidad del dolor. En esas estábamos, convencidos de
nuestra victoria sobre la mala suerte, cuando nos alcanzó la noticia de que el
comandante del acorazado había querido repetir en Filadelfia la prueba del
contraveneno, y se convirtió en mermelada de almirante en presencia de sus
estado mayor.
No se volvió a
reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más
perdidos nos encontrábamos más claras nos llegaban las voces de que los
infantes de Marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la
fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o
eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino
también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los
hindúes por encantadores de serpientes, y después arrasaron con la fauna y la
flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en
nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de
cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les
había salido aquella rabia ni por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que
nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo
ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con
trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le
llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión
colonial, engañados con la esperanza de que pasaran los contrabandistas, que
eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial
de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras ahumadas con
flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reírnos cuando tratamos de
comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de
agua de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía
el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte,
simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba
con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspirando a través de
las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su
ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en
que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nunca y estuvo la noche
entera vigilándome la agonía, pensando con tanta fuerza que todavía no he
logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su
pensamiento, y antes del amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación
de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a
torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que
me la torciste me la vas a enderezar.
Ahí fue donde se
echó a perder el poco cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de
encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las
mataduras, me puso en salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos
para macerarme al sol, y todavía gritaba que aquella mortificación no era
bastante para apaciguar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis
propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros
coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que
todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el
rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme
con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando
por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de
comer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la
caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras
de moler, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y
fortuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo
me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y
todavía me echaba encima las sobras de sus almuerzos y tiraba por los rincones
pedazos de lagartos y gavilanes podridos para que el aire del calabozo se
acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el
cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de
dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y solamente me quedó el
rencor, de modo que agarré el cuerpo del conejo por las orejas y lo mandé
contra la pared con la ilusión de que era él y no el animal el que se iba a
reventar, y entonces fue cuando sucedió, como en un sueño, que el conejo no
sólo resucitó con un chillido espantoso, sino que regresó a mis manos caminando
por el aire.
Así fue como
empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los
palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta,
desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por
veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidentes o
peloteras, por veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos,
desembarcos de infantes o cualquier otro género de calamidades públicas,
atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo especial, a los
locos según su tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por
gratitud, y a ver quién se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y
caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus
muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los
lazarinos a la izquierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no
estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me
apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y
queden curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre,
y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguardiente hasta matar la
idea, y vengan los maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos,
y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama
de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo,
con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me
quedan peor de lo que estaban. Lo único que no hago es resucitar a los muertos,
porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado,
y al fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al
principio me perseguía un séquito de sabios para investigar la legalidad de mi
industria, y cuando estuvieron convencidos me amenazaron con el infierno de
Simón el Mago y me recomendaron una vida de penitencia para que llegara a ser
santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era
precisamente por ahí por donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada
con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo único que
quiero es estar vivo para seguir a pura flor de burro con este carricoche
convertible de seis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este
chofer trinitario que era barítono de la opera de los piratas en Nueva Orleáns,
con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de
topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin
despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas
con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un
miércoles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta
vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de
tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos
turistas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por los
retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, mis medallas de
perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar
todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de
golondrinas como los padres de la patria.
Lástima
que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene
nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido
hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y
los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen
par de cascabeles para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del
Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que entonces no estaba tratando de
vender ningún contraveneno, sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción
que los infantes de Marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar
en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural,
señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra el derecho para no creerme
después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y
falsificador, les juro por los huesos de mi madre que esta prueba de hoy no es
nada del otro mundo, sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda
fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes, sino aguantando las ganas
de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos
ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el
mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de Marina no se atrevieron
a disparar por temor de que las muchedumbres dominicales les conocieran el desprestigio.
Alguien que quizá no olvidaba las blacabunderías de otra época consiguió nadie
supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían
alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó
con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las
comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a
rezar por mi descanso, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez
fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera, sino que se bajó de la
mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el
lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló
el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguantando sus lágrimas de
hombre y torcido al derecho y al revés por el tétano de la eternidad. Fue esa la única
vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de
tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo entero, le hice cantar una misa de
tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante
estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar
un mausoleo de emperador sobre una colina expuesta a los mejores tiempos del
mar, con una capilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito
con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo,
burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me
bastaron para hacerle justicia por su virtudes empecé a desquitarme de sus
infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé
revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes de que a Santa María del Darién
se la tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la
sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez
que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón
me duele de lástima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida
para sentirlo llorar entre los escombros del baúl desbaratado y si acaso se ha
vuelto a morir lo vuelvo a resucitar, pues la gracia del escarmiento es que
siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre.
1968
AL FIN
NATALIA AGUIRRE ZIMERMAN
UN CUENTO
ESCALOFRIANTE.
La autora tiene 16 años. Estudia en un
colegio de tradición en Medellín. Participó en un concurso con este
cuento que llama la atención como síntoma aterrador de la crisis social, y por
sus perturbadoras implicaciones de todo tipo.
Él no quiso que yo me destacara por ser bueno
o inteligente. Él no quiso que saliera adelante por métodos tradicionales. Al
contrario, Él hizo hasta lo imposible para que yo no llegara a ser un hombre de
bien. Desde el momento de mi concepción fui una criatura maldita. Un manojo de
células que mi madre quería sacar de su cuerpo. De mil maneras trató de
deshacerse de mi, pero no pudo. Me aferré a la vida con todo lo que tenía y la
hice sufrir porque ella me detestaba. Él quiso que nadie supiera quien era mi padre
y se encargó de que esa mujer que tanto odié me mantuviera con vida durante los
primeros años. Juntos me enseñaron lo que era el dolor, el hambre y el
sufrimiento. No me dijeron que yo era un niño.
Ella fue quien me enseñó a mentir. Me obligó
a agradecerle a una imagen de porcelana las cosas que yo tanto odiaba y a
repetir unas palabras que nunca quise comprender. Como parte de su infernal
juego. Él me dio uso de la razón al mismo tiempo que me dio la vida. Me obligó
a entender que yo era inferior, que nunca me dejaría salir adelante y aun
así, mi madre me exigió que yo lo amara.
Ella me mantuvo vivo más por lástima y por
miedo que por amor. No me pegaba ni abusaba físicamente de mí, pero me
ignoraba. No me enseñó sino lo básico para seguir viviendo. Aprendí de los
perros de la calle cómo comportarme y desarrollé un instinto de supervivencia
similar al de un animal. Aprendí de los gatos y las serpientes el arte de matar
y me maravillé al descubrir que a Él se le había olvidado negarme ese placer tan
grande.
Pasó el tiempo y me uní a una jauría de
muchachos mayores, que al igual que yo, buscaban escapar del sufrimiento
existencial. Lo que ellos no sabían era que yo dominaba a la perfección el arte
de matar. Ellos apenas empezaban a darse cuenta de los beneficios tanto
económicos como emocionales que la destrucci6n de un ser vivo traía. El
sicariato era el nivel más alto de ese arte. Mi placer absoluto provenía de la
satisfacción de destruir algo que Él habla creado, de rebelarme contra Él. Esa
sensación deliciosa era a su vez la manera más fácil de desahogarme. El acto
criminal era igual para ellos que para mí, pero el motivo y las consecuencias
eran diferentes.
El salario de mi profesión era mejor que el
de cualquier médico o abogado; no era la cantidad de dinero lo que me atraía
sino el poder que poseerlo me daba. Por un momento me sentí como El.
Tenla en mis manos la vida de los demás y se las podía quitar cuando lo
deseara.
Mi poder aumentó y el clímax de mi vida llegó
el día en que terminé con la vida del más importante político de la época. Ese
día Él se dio cuenta de que el ángel caído no era su única creación equívoca.
Yo quería que Él me odiara, aunque yo sabía que Él creía ser incapaz de sentir
odio. Lo logré. Al poco tiempo me perdí en el efímero mundo de la droga a
la cual, indirectamente, le debo mi muerte. Como era de esperarse, alguien que
no compartía la misma filosofía que yo, decidió acabar conmigo. Afortunadamente
lo logró, y la suerte fue el momento más feliz de mi existencia. Una ráfaga de
balas terminó con mi vida, pero fue un momento feliz porque me di cuenta que Él
no existía, que yo iba a quedarme solo por toda la eternidad allá en ese lugar
donde ni el recuerdo de Él me atormentaba. Hoy estoy aquí, pero Él no.
CÓMO NARRABA LA HISTORIA
SAGRADA EL MAESTRO FELICIANO RÍOS
RAFAEL
ARANGO VILLEGAS
En: OBRAS
COMPLETAS, Instituto caldense de cultura, Manizales, 2001, pp. 263-268
Conocí al maestro Feliciano Ríos hace
muchísimos años. Quizá fue por allá en mi "edad de piedra", es decir,
cuando yo arrojaba piedras a los transeúntes en estas calles natales. Él era
zapatero y tenía su establecimiento en la vecindad de mi casa. Cuando yo me
"mamaba" de la escuela ("o hacía novillos" como dicen ahora),
me iba a la zapatería del maestro Feliciano y allí pasaba las horas hasta que
calculaba que era tiempo de regresar a la casa. Un día estábamos en la
zapatería el maestro y yo. Él echaba suelas a unos zapatos viejos y yo le ponía
las "presillas" a una "horqueta" de “nigüito". Andábamos
por lo mejor del trabajo cuando pasó una "ñapanga" muy empingorotada,
contoneándose mucho, y dejando tras de sí una estela de perfume que embalsamaba
la calle. Yo apenas levanté los ojos al sentir el taconeo, como que aquello no
me interesaba ni mucho ni poco estando, como estaba, empeñado en la confección
de la "cauchera". No así el maestro Feliciano: como movido por un
resorte se levantó del asiento, tiró a un lado la obra que tenía entre las
manos y se lanzó a la puerta. Siguió a la jamona con la vista hasta que se le
perdió a lo lejos. Cuando regresó a su asiento me dijo:
-Quien las ve tan empingorotadas, y están en
este mundo porque a nosotros nos dio la gana.
Yo volví hacia el maestro mis ojos
interrogantes, y él, entonces, me dio una lección de Historia Sagrada que voy a
transcribir textualmente, sin quitarle una sola palabra: ya ve (empezó el
maestro Feliciano), cómo son de orgullosas las mujeres, y sepa que están aquí
en el mundo porque a nosotros nos dio la gana. Porque nos dio lástima de ellas
y le dijimos a mi Dios que las hiciera. Él no había pensado ni por un momento
en ellas. Este mundo estaba organizado para funcionar con hombres. Nada más que
con hombres. Pero Adán, de puro majadero, se puso a pedírselas a mi Dios. Le
dijo que le diera una compañera, y vea la "nadita" que nos acomodaron
encima, después de lo sabroso que estábamos así solos.
Las cosas -continuó el maestro- pasaron de
estar manera, cuando mi Dios empezó a "montar" el mundo, es decir, a
"abrirlo”, creó a Adán y lo puso de mayordomo, estableciéndolo en el
Paraíso, que era el único "abierto" que en ese entonces había. Adán
lo hacía todo, pues el Señor no bajaba sino una vez a la semana a darle vuelta
a la finca. Se venía los domingos por la mañana, a caballo, acompañado de un
ángel para que le abriera las puertas y le tuviera el estribo. El ángel andaba
también a caballo, y llevaba un capacho de sal y una botella de veterina en la
cabeza de la silla. Veían los potreros, recorrían los sembrados y daban vuelta
a los animales. Cuando encontraban alguna res con gusanos, el ángel se
desmontaba, la enlazaba, se arrancaba una pluma de la “cola", la metía
entre la botella y le aplicaba la veterina. Luego seguían en sus quehaceres. Al
medio día, cuando hacía mucho calor, el Señor se bañaba en el Éufrates, que
corría por allí cerquita; en seguida echaban un "perrito" a la
sombra, y por la tarde se volvían al Cielo. Pero una tarde, cuando ya se iban a
despedir, Adán, que estaba recostado en el cañón de un manzano, le dijo al
Señor: Yo qué le iba a decir a usté una cosita, patrón...Y el
Señor, pensando que Adán iba por cierto lado, le dijo arrebatándole la palabra:
-¿Que le mejore el "partido"?
¡Imposible! Ahora está la situación muy mala y, además, usted sabe que yo estoy
gastando un platal en el montaje de esto, y que hasta ahora no he visto el
primer centavo. Espere un poco a ver si mejoran las cosas.
-No, si no es eso. Es otra cosa; pero es que
a mí me da mucha pena decirle a usté... –Y se puso a hacer rayas con la uña del
dedo gordo le la mano en el cañón del manzano.
-Pues diga a ver si se puede...
-Era que yo le iba a decir que... que... a mí
me da mucha pena, pero que...
-Diga, hombre; no sea tan montañero, que yo
no le voy a hacer nada.
-Pues era que yo le iba a decir que.. que me
diera a mi también una compañerita. Ya ve que el tigre tiene su tigra, el
hipopótamo su hipopótamo, el rinoceronte su rinoceronte, el mammut su mammuta,
el ardito su ardita, y hasta el pisco tiene su "pisca". El único que
está aquí varado soy yo...
El Señor le replicó con mucha calma:
-Vea, hombre Adán; le voy a decir una cosa:
yo sí se la doy, si usted quiere; pero le advierto que le va a pesar. Usted
está muy muchacho todavía y no conoce la vida. La encartada que
se va a meter es horrible. Yo sé por qué se lo digo. Es mucho mejor que
desista de eso.
Adán bajó la cabeza y siguió haciendo rayas
en el cañón del árbol. Entonces terció el ángel:
-Hombre, Adán-, yo no me debiera meter en
estas cosas, pero sí le digo que el señor tiene mucha razón en lo que le está
diciendo. Piense mejor la cosa. No crea que a Él le da trabajo hacerle una
compañera; se la hace de cualquier cosa. De lo primero que encuentre a la mano:
de un palo de escoba, o de una "tusa". Pero sepa que usté se
va a meter en la grande.
El Señor volvió a tomar la palabra:
-Bueno, y vamos a ver: ¿para qué quiere usted
la compañera?
-Pues yo la quiero como para que me cuide la
casa, me haga la comidita y me remiende las "hojitas de parra", que
están vueltas hilachas.
-Está bien: tráigame de qué hacérsela.
Y como Adán no encontraba nada apropiado en
el momento, por estar muy azorado, el Señor le dijo que se acercara, le sacó
una lata de costilla, la tomó en las manos, le hizo cierto manipuleo, sopló
sobre ella y saltó una mujer hermosísima, tirándole besos a todo el mundo;
inclusive al Señor, y haciendo mil monerías. Adán, que no "conocía el
almendrón", le dio mil gracias al Señor por el beneficio tan
grande que le había hecho. El Señor le contestó muy serio “que no
había de qué", y en seguida se fue con el ángel otra vez al cielo.
Pues no habían pasado todavía quince días
(continuó el maestro Feliciano), cuando ya la tal compañerita tenía metido a
nuestro padre Adán en la hondura más grande del mundo entero: había detrás de
la cocina de la casa un manzano muy bonito, que se mantenía lleno de manzanas.
El Señor lo quería muchísimo, porque dizque era de una semilla extranjera.
Ese sábado, antes de irse, les había dicho a
Adán y a Eva: "Ya saben que a ese manzano que hay detrás de la cocina no
le cogen una sola fruta, porque esta es la primera cosecha, y es un árbol muy
delicado; fue mucho el trabajo que me dio hacerlo prender. Si le llegan a coger
una sola fruta los echo en el acto de aquí". Ambos le contestaron que no
tuviera cuidado.
Al otro día ya estaba Eva coqueteándole a las
manzanas, y arrancándole pedacitos con las uñas a las que estaban más bajitas.
Además, una culebra que tenía nido en el árbol le decía constantemente:
"No sea tan boba; si le provocan las manzanas coja las que quiera y
cómaselas". Y Eva le replicaba:
-Sí? ¿Y si va y el Señor lo sabe? ¿Y si va y
las tiene contadas?
-No crea. Él no las tiene contadas. Yo he
visto que apenas se acerca al árbol y les da un vistazo. Bien pueda; coja todas
las que quiera que yo respondo. Esa es la fruta más deliciosa. Y no sólo eso,
sino que el que las come queda sabiendo tanto como su patrón. Pues por
eso es que Él no las deja comer: para que ustedes no le vayan a aprender las
"paradas".
Eva no se dejó seducir en el primer momento,
pero quedó con una provocación espantosa. Por la tarde, cuando Adán llegó
del "corte" y colgó el azadón en los palos de la cocina, y se quitó
los zamarros de cuero de tatabra, lo llamó Eva por allá a un rincón y le dijo:
-Si viera, mijo, lo que me dijo una culebra
que hay allá en el manzano...
-¿A ver: qué le dijo?
-Pues me dijo que no fuéramos tan bobos; que
comiéramos de esas manzanas; que esa fruta no solamente es muy deliciosa, sino
que el que la come se vuelve sabio; que por eso es que el patrón sabe tanto y
tiene tanto verbo, y habla tan bien. ¿Quiere que yo coja una chiquita y coma un
pedacito chirriquitico a ver qué me pasa? A Adán no le sonó la cosa, y le
contestó con mucho mimo:
-No mija; deje esa
"culequera". No se meta con esas frutas, que le puede pasar un
"cacho". Fíjese que después va a saber el patrón que usté le está
tocando esas frutas, y nos echa un poco de "vainas", y hasta nos
rumba de aquí. Si es que tiene muchas ganas de comer frutas, yo le traigo
mañana ochuvas de la huerta, que hay muchas y muy bonitas. 0 si
quiere cómase una cañafístula, o un aguacate, o
una guanábana. Pero no vaya a tocar ese palo, que después no es sino para
vainas. Póngase a hacer sus oficios y no le haga caso a esa culebra cuando le
vuelva a hablar.
Pero a ella no le valían razones. Tenía la
cabeza más dura que un pilar de chonta. Empezó, a refunfuñar:
-¡Sí, que no lo contemplan a uno y no le dan
gusto en nada!... (Y se le encaró a Adán:)
-Pues si usté no quiere que
nos comamos una entre los dos, yo me la como sola. Yo no me voy a aguantar
estas ganas...
Adán trataba de convencerla:
-No mija; no sea golosa; no haga eso. Fíjese que si
después pasa algo yo soy el que pago al pato. ¡Nos quitan la finca, nos sacan
de aquí en seguida, y el embromado soy yo. Deje eso, "reinita".
¡Si usté no ha sido caprichosa nunca!
Yo le prometo que mañana me encaramo a estos
otros árboles y le cojo hartas frutas para que coma hasta que se las toque con
el dedo, sea juiciosa, “negrita".
Pero harto que le -valían los consejos. Le
entraban por un oído y le salían por el otro "juró a taco" que se
comía la fruta. Y refunfuñaba, y daba zapatazos en el suelo, hasta que se puso
como una hidra. Entonces Adán se calentó y le dijo:
-¡Pues no se come esa fruta! ¡Ya se lo dije!
¡Y si se la come, le meto una pela, porque yo soy el que manda aquí!
Esto que el pobre le dice, y ella que se
vuelve una fiera. Se lo quería comer:
-¡Pues sí me la como! ¡Y sí me la como!
¡Porque usté no me manda a mí!
Y se emperró a llorar. Adán,
creyendo que le iba a dar un ataque, según lo desfigurada que estaba, fue y
cogió la fruta y se la comió con ella. Estaban acabando de tragar el último
bocado cuando se les apareció un ángel calientísimo, con un fierro al rojo en
la mano, y les echó un mundo de vainas y los rumbó de allí...
Después
(terminó el maestro Feliciano), ya me ve usté aquí aventándose
martillo a esta suela para ganarme el bocado de comida, y ya las ve a ellas
tongoniándose por esas calles, como si fueran mi Dios...
DON JUAN TAMA, HIJO DEL TRUENO Y LA ESTRELLA: MITO PÁEZ
La Estrella, a
la media noche, en medio de una pavorosa tempestad dio a luz un niño. El Trueno
llenaba la oscuridad nocturna con su luz y su fragor. La Estrella se miraba en
la laguna del Páramo de Moras. Allí, en esas aguas puras nace el niño Lucero.
El río llevó al
niño flotando sobre la corriente basta que unos chamanes lo sacaron de las
aguas y se lo dieron a unas doncellas para que lo alimentaran y cuidasen. Ellas
lo amamantaron y le dieron amor. El niño las hacía felices, pero era tan
fuerte que les quitó todo el calor y al poco tiempo ellas murieron.
Con la ayuda de
los chamanes el niño creció sabio y valiente, como con un corazón de tigre, y
se hizo padre y guía de su pueblo.
Él se llamó don
Juan Tama, el hijo de la Estrella, y fundó muchos pueblos. Fundó Vitoncó,
Chamboguala, Pueblo Nuevo, Quichaya, Caldono, Jambalo y Pitayó, y fue de todos
el gran cacique y el gran legislador.
Al sentir el
fin de sus días don Juan Tama confió a la familia Calambas el gobierno de los
Páez. Luego, acompañado por mucha de su gente, regresó al lugar de su
nacimiento, a la laguna que hoy se llama de Juan Tama, y se sumergió en las
aguas diciendo:
-Ahora viviré
en la laguna. Yo no muero jamás.
Y así se unió
de nuevo a la Estrella.
A. M.
Marshall
Trabalenguas
Ejercicios para la pronunciación.
Trabalenguas
Ejercicios para la pronunciación.
RR
R con R cigarro,
R con R barril,
rápido corren los carros
cargados de azúcar al ferrocarril.
R con R barril,
rápido corren los carros
cargados de azúcar al ferrocarril.
TR
En tres tristes trastos de trigo,
tres tristes tigres comían trigo;
comían trigo, tres tristes tigres,
en tres tristes trastos de trigo.
tres tristes tigres comían trigo;
comían trigo, tres tristes tigres,
en tres tristes trastos de trigo.
CA, QUE, QUI, CO, CU.
El que poco coco come, poco coco compra;
el que poca capa se tapa, poca capa se compra.
Como yo poco coco como, poco coco compro,
y como poca capa me tapo, poca capa me compro.
el que poca capa se tapa, poca capa se compra.
Como yo poco coco como, poco coco compro,
y como poca capa me tapo, poca capa me compro.
El gavilán le dijo a la garza ¿cómo está garza?
y al gavilán ¿cómo estás? le dijo la garza.
y al gavilán ¿cómo estás? le dijo la garza.
Pablito clavó un clavito,
un clavito clavó Pablito.
¿Qué clase de clavito clavó Pablito?
un clavito clavó Pablito.
¿Qué clase de clavito clavó Pablito?
Pedro Pérez pide permiso para partir para París,
para ponerse peluca postiza porque parece puerco pelado
para ponerse peluca postiza porque parece puerco pelado
El cielo de Constantinopla
se quiere desconstantinopolizar
el destantinopolizador que lo descontantinopolizare
buen descontantinopolizador será.
se quiere desconstantinopolizar
el destantinopolizador que lo descontantinopolizare
buen descontantinopolizador será.
El cielo de Parangaricutirimicuaro
se quiere desparangaricutirimicuarizar
el desparangaricutirimicuador que lo desparangaricutirimicuarizare
buen desparangaricutirimicuador será
se quiere desparangaricutirimicuarizar
el desparangaricutirimicuador que lo desparangaricutirimicuarizare
buen desparangaricutirimicuador será
El cielo de Tenochtitlán
se quiere destenochtitlanizar
el tenochtitlanizador que lo destenochtitlanrizare
buen destenochtitlanizador será.
se quiere destenochtitlanizar
el tenochtitlanizador que lo destenochtitlanrizare
buen destenochtitlanizador será.
El suelo está enladrillado,
quién lo desenladrillará
el desenladrillador que lo desenladrillare
un buen desenladrillador será
quién lo desenladrillará
el desenladrillador que lo desenladrillare
un buen desenladrillador será
Un carro cargado de rocas
iba por la carretera haciendo
carric, carrac, carric, carrac.
iba por la carretera haciendo
carric, carrac, carric, carrac.
María Chucena su choza techaba,
cuando un leñador que por allí pasaba le dijo:
- ¡ María Chuchena, ¿tú techas tu choza, o techas la ajena?
cuando un leñador que por allí pasaba le dijo:
- ¡ María Chuchena, ¿tú techas tu choza, o techas la ajena?
Me han dicho que tú has dicho un dicho que yo he
dicho.
Ese dicho está mal dicho, pues si yo lo hubiera dicho,
estaría mejor dicho que el dicho que a mí me han dicho
que tú has dicho que yo he dicho.
Ese dicho está mal dicho, pues si yo lo hubiera dicho,
estaría mejor dicho que el dicho que a mí me han dicho
que tú has dicho que yo he dicho.
Pancha plancha con cuatro planchas
¿Con cuántas planchas plancha Pancha?
¿Con cuántas planchas plancha Pancha?
Perejil comí
Perejil cené.
¿Cuándo me desperejilaré?
Perejil cené.
¿Cuándo me desperejilaré?
Pepe Cuinto contó de cuentos un ciento,
y un chico dijo contento:
- ¡Cuántos cuentos cuenta Cuinto!
y un chico dijo contento:
- ¡Cuántos cuentos cuenta Cuinto!
Bájame la jaula, Jaime. Bájamela.
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